Cuando los mimbres son poco originales y la casa se sustenta a duras penas sobre sus cimientos, solo un sol especialmente vibrante y poderoso es capaz de hacer que los problemas de sustentación y construcción se disipen, permitiéndonos centrarnos más en la belleza de las molduras, los acabados y los trazos artísticos de aquellas partes que sí merecen la pena de ser contempladas.
Ese sol se llama en este caso
Natalie Portman, verdadero prodigio interpretativo que por sí sola aguanta todo el metraje del film, sin ninguna ayuda (salvo los chispazos del siempre interesante
Vincent Cassel). Pese a la propuesta poco imaginativa y nada original (que hace que uno intuya bastante acertadamente por dónde va a ir el film, e incluso cómo va a concluir), Portman se gana a pulso la atención del espectador, demostrando su inmenso talento a cada segundo (tan solo la escena en que la podemos ver sonreir de alegría, totalmente emocionada mientras llama por el móvil hubiese bastado para compensar el dinero de la entrada).
Junto a Natalie, la belleza de las escenas de baile conseguidas por medio del enfoque de cámara a muy cercana distancia de los bailarines constituye otro de los puntos positivos de la producción.
En el lado negativo, nos encontramos con personajes que son clichés y que actúan en función automatizada de acuerdo con dicho papel, con un exceso de escenas gore y desagradables e incluso herederas del mejor cine de terror (que no cuadra mucho con el tipo de película a la que acompañan), y con una deficiencia en la manera de construir a los personajes y de desarrollar ciertas situaciones que podrían haberse enriquecido con tan solo dos o tres planos y unas pocas frases, facilitando el engranaje de las historias entre los protagonistas, lo que les hubiese dotado de mayor credibilidad y profundidad.
Pero las cosas son como son. Quedémonos con su maravillosa transformación y evolución en pantalla. Un verdadero espectáculo al alcance de unos pocos privilegiados...